Cuando la oscuridad revela la luz.

No había luz en el cuarto, solo la penumbra del instante siguiente en que los ojos aún no reciben el haz deseado que nos permite ver. Los otros sentidos se agudizan, buscando una señal que revele la dirección a seguir. Como si fuera imprescindible completar las tareas del día en ese preciso momento de oscuridad.

Permanecer sentado parece la mejor opción, claro, lo sugiere la mente, pero no siempre es la más sabia. Esa misma mente que anticipa y delata hechos aún no ocurridos, capaz de crear el peor de los escenarios en apenas unos milisegundos. Mientras la mente juega su papel, los ojos permanecen bien abiertos, ansiosos por captar algún destello que revele el estado de las cosas. Como si todo a su alrededor tuviera vida propia.

La atención tiñe el pensamiento con el matiz del enfoque que buscas. Se necesita luz, cualquier luz, pero que ilumine. Si es fría, inquieta; si es cálida, reconforta; pero si es del color de la esperanza, será sublime. Como si el color fuera relevante cuando la esperanza lo ilumina todo.

¿Es la luz de la esperanza aquella que alude a la sabiduría mencionada? Entonces, en la total oscuridad, descubres un pequeño orificio, apenas del tamaño de la cabeza de un clavo. Por él se filtra la luz, y en ese instante comprendes que la esperanza brilla con más intensidad en la oscuridad absoluta. Lo sabio será caminar hacia ella. Como si fuera necesario atravesar la sombra para descubrir que la esperanza siempre ha estado ahí, esperando ser vista.

Salmo 112.4 Para los justos la luz brilla en las tinieblas;

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