Más allá de un pizarrón

El maestro de aquella comunidad rural sólo tenía dos alumnos adolescentes: Roberto de 14 años y Alejandro de 12. El maestro, un hombre de 60, ejemplar para muchas generaciones atrás y que amaba su vocación, no faltaba ningún día a su amada escuela. Las responsabilidades eran tomadas muy en serio por este maestro y siempre esperaba lo mejor. Tenía expectativas altas para todos sus alumnos. Su lema era siempre: “Algo bueno tiene que salir”, ésto mismo respondía a sus colegas cuando lo querían persuadir de dejar la escuela. Jamás lo lograron. 

Roberto era un alumno excelente, mantenía notas muy buenas, pero no sabía escuchar ni seguir indicaciones, mejor dicho, no era lo suyo, no le interesaba, él sólo atendía lo escrito en el pizarrón.  El día a día se volvía complicado para el maestro cuando de educar a Roberto se trataba.

Como si fueran dos polos opuestos, estaba Alejandro, quien aprendía, pero no se reflejaba en sus notas. No había un buen avance académico, sin embargo siempre se interesaba por mejorar, aprender y sacar el mayor provecho a las lecciones de su maestro. Alejandro amaba aquellas clases en dónde el maestro platicaba sus experiencias propias aplicadas a la materia. Conseguía, con su mirada,  que el maestro se apasionara al momento de explicar sus clases, así, Alejandro, se sentía motivado a seguir sus estudios.  

A la mañana de un día lluvioso, Roberto y Alejandro, corrían para evitar la lluvia y llegar lo menos mojados a la escuela.  Abriendo la puerta del salón notaron algo muy fuera de lo común. Su maestro no estaba en la silla junto a su escritorio. Él siempre llegaba antes que ellos dos y revisaba las lista de temas del día. Una situación muy inusual se presentaba ese día.

Alejandro, quien siempre se preocupaba por los demás dijo – Qué raro que el maestro no esté aquí. Siempre nos gana a llegar.

Entraron al salón y se sentaron en su pupitre… El reloj había avanzado ya diez minutos desde que llegaron, no era normal que el maestro no estuviera ahí. 

-¡Deberíamos regresar al camino para buscarlo! -dijo Alejandro

Roberto no estaba muy convencido pero accedió. -Está bien, vamos. Dijo Roberto con voz desentonada.

Caminaban cuesta abajo, la lluvia no paraba, ambos tenía frío y el camino de terracería se había convertido en lodo que llegaba hasta sus tobillos. 

Al avanzar más de dos kilómetros, Roberto comenzó a quejarse -Ya me cansé, estoy muy mojado y tengo frío. No creo que el viejo esté mal, ha de estar en su casa viendo la tele y eso es lo que quiero hacer yo también. Además, si hoy no viene , descansaré de sus regaños que ya me tienen hasta el copete. ¡Mejor me voy a regresar! 

-¡No Roberto! ¡Yo también tengo frio! Acompáñame, vamos a ver si lo encontramos en el camino. El maestro ha hecho mucho por nosotros y nos ha enseñado tanto. A mi también me regaña,  pero sé que es por mi bien y que se preocupa por nosotros. Él viene hasta acá arriba sólo por ti y por mi. Vamos a su casa para saber si él está bien. 

-No, ya estoy muy cansado, allá tú si quieres ir y “hacerle la barba” , para mi mejor que no llegue, así me voy a mi casa y veo la tele todo el día. Ahí nos vemos luego. -Se despidió Roberto.

Alejandro sólo movió la cabeza  en señal de desaprobación y siguió su camino cuesta abajo.

Roberto dió la vuelta y empezó el camino de regreso a casa.

Alejandro solo, bajo la lluvia que arreciaba, caminó por otro kilómetro más, fue entonces cuando escuchó un ruido fuerte a sus espaldas, se empezaron a formar ríos, que con mucha fuerza arrastraban lodo y piedras. El camino se volvía peligroso, mas Alejandro tenía muy en alto a su maestro y quería estar seguro de que se encontrara con bien, se dio prisa y se alejó lo más que pudo del río de lodo, caminaba fuera del sendero.   

A lo lejos Alejandro escuchó un gemido de dolor, lo peor vino a su mente, su piel se erizó y sus pupilas se dilataron. Trató de ubicar el sonido, intentó abrir más los ojos, pero la fuerte lluvia lo impedía. Contuvo su respiración por un momento y escuchó de nuevo el gemido. Lo ubicó hacia abajo a  su derecha; con fuerza sacó sus pies del lodo y corrió como pudo, miró hacia el acantilado y pudo ver a su maestro que trataba de subir a rastras. 

Alejandro gritó – ¡Maestro! ¡Maestro!

El maestro levantó la mirada y gritó con todas sus fuerzas

– ¡Alejandro ayúdame! 

Fué como si las sirenas de una ambulancia hubieran sonado para Alejandro. 

Sin pensarlo se lanzó al acantilado, bajó lo más rápido que pudo, las ramas de los árboles golpeaban su rostro y con mucho esfuerzo llegó hasta donde se encontraba su maestro. Mal herido y muy golpeado le ayudó a incorporarse. Lo tomó de la cintura y el maestro se apoyó en él.  

Subieron juntos hasta llegar a la orilla del camino, se recostaron para recobrar el aliento y descansar las heridas. Sólo podían escuchar su agitado respirar, sentían las gotas de lluvia caer sobres sus rostros. Poco a poco fueron recuperando el aliento y abriendo los ojos.  

El maestro, al ver aquel cielo gris y las nubes tan grandes, no pudo más que reconocer  la misericordia de Dios en su vida y dijo -A mi Dios me encomiendo todos los días y hoy no fue la excepción. Sé que Él me cuido.  Agradeció a Dios que lo había salvado de una trágica muerte.

Después volteó hacia Alejandro, aún los dos recostados y le dijo: -Hoy me he dado cuenta que mi tiempo aquí no ha sido en vano, tal vez aún no llegas a tu graduación, pero sé que hoy viniste a buscarme y debe haber una buena razón en tu interior para todo el esfuerzo que hiciste por mi. Dios te puso en mi camino. 

-Maestro, no hay nada que agradecer, es más, gracias a usted que durante estos largos años ha hecho más por mi de lo que yo hice hoy por usted. Sus palabras, sus experiencias compartidas en clase,  han evitado que yo sea una persona insensible y desinteresada, sus llamadas de atención las he atesorado para mejorar y hoy sólo se ha visto el fruto de lo que usted sembró en mí. 

A todo esto el maestro sólo contestó –Gracias por hacerlo fácil para mi. Algo más que bueno tuvo que salir.

Alejandro sonrió, entendiendo a lo que el maestro se refería. Se incorporaron.

Alejandro miró de frente a su maestro y sólo dijo: –Gracias.

Inspirado en:

No reprendas al escarnecedor, para que no te aborrezca;Corrige al sabio, y te amará

Proverbios 9.8

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